Antes que nada, un disclaimer. El autor de esta reseña conoce bien la historia de esta novela, basada en hechos reales, porque fue compañero de clase del escritor en un máster en creación literaria en Barcelona. Ni es ni pretende ser objetivo, pero sí pretende compartir sus impresiones de la obra.
Ok. Bien, ejem. ¿Seguís ahí?
Corría 2009, el periodista y escritor Laureano Debat llegó a l’Eixample de Barcelona para alquilar la habitación de un piso que regentaban una madre y una hija, Jimena y Sonia. Al poco de iniciar la convivencia, la ingente cantidad de toallas y sábanas que acaban en la colada, el vaivén de personas por el piso y los tacos de madera que amortiguan el ruido de la cama, alertan al narrador: está viviendo con dos prostitutas.
La historia de Casa de nadie, cuyo inusual punto de partida podría conectar con algunos de los debates sociales que luego nos han sobrevenido, se aleja de las posibles expectativas por la particularísima mirada del narrador, que descubre la segunda capa del cronista de Barcelona Inconclusa y lleva la novela a un terreno propio, envolvente y fecundo en sensaciones. Laureano Debat desarrolla una suerte de costumbrismo de la prostitución (que recuerda a Las Malas, de Camila Sosa), mostrando los entresijos de sus compañeras ejerciendo el oficio, las ideas y venidas de clientes, el desarrollo del negocio y las tensiones y destensiones de su relación maternofilial.
Lo hace mientras el narrador y personaje de la novela intenta buscarse la vida en una Barcelona que comienza a sufrir el impacto económico de la crisis de Lehman Brother, la efervescencia del Procés y las dificultades propias de la clase migrante. Un escenario incierto que encierra otro más incierto aún, el de la función que se celebra en esa Casa de nadie, que lidera Sonia con gran rectitud.
Porque Sonia es uno de los grandes personajes de la novela, la hija que parece una madre, una superviviente, impulsiva y al mismo tiempo pragmática, generosa hasta la médula, en busca de su espiritualidad y de sí misma, para poner fin a muchos años de huida hacia delante. Por otro lado Jimena, la madre que no ejerce como tal, cargada de vicios y de lamentos, en continua revuelta contra su destino. Son ellas, fascinantes cada una a su manera, el eje de la novela y sobre ellas gravita todo un muestrario de personajes que forman una familia no normativa, ciertamente entrañable. En ellas encuentran consuelo, amistad y refugio. Quién lea este libro, también.
En este contexto de incertidumbre, gentifricación y paranoide capitalista, los miembros de la casa recurren a todo tipo de sustancias (cocaína, biodramina, B12, calmantes, ibuprofenos y omeoprazoles) para resistir las vicisitudes del día a día. El narrador nos cuenta el nacimiento y uso social de cada una de ellas convirtiéndose en una especie de boticario contra la ansiedad. Es uno de los recursos cíclicos a nivel narrativo, el otro destacable son los capítulos donde fragmentos orales de Sonia y Jimena se intercalan con las acotaciones del narrador, descubriéndonos el pasado de la protagonistas. Esa narración, tan oral que casi la escuchas mientras lees, es una de las fortalezas de la novela.
Laure trata con gran inteligencia al elefante de la habitación: la prostitución. No juzga, no lamenta, no cuestiona y no es condescendiente, y si se pregunta por el oficio, lo hace solo a partir de su propia figura (en un momento maravilloso frente al espejo del gimnasio). Porque para este narrador sus compañeras son, ante todo, sus compañeras de piso, Sonia y Jimena. Con sus historias, histerias y banalidades, con sus pequeños éxitos y fracasos, nos descubre que ese es el mínimo punto de partida -el de la no despersonalización-, para establecer un debate.
Casa de nadie, ese territorio sin cuadros ni fotografías, con las paredes desnudas, actúa como una suerte de isla de Lost urbanita, un personaje más que acoge sin rechistar a las almas perdidas. Su presencia la convierte, paradójicamente, en una casa universal donde cualquier persona tiene cabida y nos convence de que todas, sin excepción, tenemos nuestra belleza. Como Sonia, como Laure, solo hay que saber mirar.
Su historia es una reivindicación de quienes pueblan el extrarradio del relato oficial y viven en los márgenes del sistema, de quienes nunca triunfan pero siempre resisten. Las nadie que, al final, lo son todo.
Alguien ha sabido, por fin, narrar su historia.