La “parquetematización” de las grandes urbes y la gentrificación de los barrios son problemas capitales -por su importancia y por proceder del meollo capitalista- y retos a solucionar por nuestra sociedad este siglo XXI. El apogeo de las grandes ciudades europeas como destino turístico tiene unas importantes consecuencias no solo en la ciudadanía local, sino también en sus aledaños y poblaciones circundantes. La cultura del gran reclamo turístico como elemento vertebrador de la economía local tampoco ayuda a mitigar las carencias estructurales de una ciudadanía a menudo sin voz ni voto en las decisiones mastodónticas que la incumben, sino más bien a llenar el bolsillo de unos pocos.
Todo esto se atreve a abordar Cerbantes Park, la segunda novela de Carlos Robles Lucena. En ella narra el ascenso y caída de El Comisario, un experto curador de contenidos para exposiciones que busca dar el salto a la creación de un parque temático y alzar su propuesta como elemento fundacional de un nueva dimensión del arte. Quiere hacerlo, para más inri, en su ciudad natal, Terradell (que también podría llamarse Sabassa), para devolverle a la ciudad todo lo que esta le ha dado. Los azares del destino hacen que el leitmotiv del parque, la venta de una experiencia performática para culturetas sobre alguna obra del canon literario, sea idea de Jacob Expósito, un ex barman y editor fracasado que en la novela vagabundea junto a su perro Argos por las ruinas de lo que un día fue el parque. Este artificio el artificio narrativo recuerda a la película Noviembre, que abría en canal las heridas de un proyecto cultural fallido.
Así, los visitantes del parque temático pueden experimentar la lectura programada por un grupo de filológo sobre obras canónicas y universales (La Divina Comedia, El proceso, La odisea o Cien años de soledad, entre otros), un hecho entre lo cómico y lo terrorífico que en poco o nada difiere de otras manifestaciones culturales que vemos hoy en día. Con dos voces narrativas, la del narrador omnisciente y la del propio Expósito, el autor tira del hilo para abordar las contradicciones a las que se enfrentan las sociedades que se entregan a la histeria del pelotazo cultural, readaptando su realidad e ignorando su pasado. No son los únicos temas sociales que analiza: el truncado ascensor social que funciona azarosamente para el protagonista, la identidad migrante -aquí charnega- perdida entre el cemento que se transforma y las fábricas que ya no existen, la hipocresía de la responsabilidad social corporativa en las empresas, la megalomanía de los CEOs de cualquier empresa con impacto económico o las corruptelas en las ONGs aparecen por esta novela que compone un interesante y crítico retrato de nuestros días.
Tiene, la novela, un carácter pigliano, pues si bien el epicentro temático es el anteriormente referido, soporta detrás una tesis sobre la relación contemporánea con la literatura y el hecho mismo de la lectura. Partiendo de la convicción de Jacob Expósito sobre que la gente no sabe leer bien El Quijote, el autor expone un interesante ensayo “oculto” sobre la libertad en el ejercicio de la lectura y el impacto que los libros tiene sobre las personas. Todo o nada, según se mire. Robles le quita trascedencia al canon pero lo usa como motor de su singular novela, después de todo, el mejor homenaje posible.