Notable ópera prima de Dolores Reyes que narra la historia de Cometierra, una huérfana con un don envenenado: el de visualizar lo que sucedió con personas desaparecidas en una región donde la violencia (des)gobierna el orden social. Para hacerlo tiene, eso sí, que comerse literalmente la tierra donde esas personas fueron vistas por última vez.
Lo narra la autora, una docente y activista bonaerense madre de siete hijos, con un dominio de la oralidad fantástico. Su Cometierra, su Walter, su Hernán, su Miseria, su Ezequiel y todos esos jóvenes adultos prematuros que se tienen que enfrentar a la tremenda dureza de la marginalidad y la violencia, son perfectamente creíbles.
Cometierra, narrada en primera persona, trata de la violencia explícita, pero también del extrarradio de la violencia y de sus efectos secundarios. La obligación de crecer antes de tiempo, las secuelas morales de presenciarla día tras día, la opresión de las condiciones materiales de vida e incluso del espacio, o la imposibilidad siquiera de ganarse un nombre propio. Vivir en la marginalidad se convierte, sí, en casi una heroicidad.
La narración, a través de los ojos de una protagonista con tendencia a la ebriedad y a quien visita en sueños una ex profesora que sufrió un feminicidio, conforma un retrato de la impunidad de la violencia en las villas marginales de Argentina, que se remedan en otros países de latinoamérica.
Recuerda esta obra a Ladrilleros, de Selva Almada, por su dominio del lenguaje, o a Brenda Navarro en Cenizas en la boca. Todas esas obras radiografían las diferentes violencias que se ejercen en el mundo actual: los feminicidios, la violencia de clase o la violencia contra las personas migrantes. Hay una generación de autoras que están tratando poniendo sobre la mesa los problemas estructurales de sus lugares de origen y que tienen en común la inclemente desigualdad que azota el mundo en el que vivimos.