Hoy reseñamos una novela que derrocha oscuridad moral. De hecho nos atrevemos a decir que María Fernanda Ampuero es la Walter White de la oscuridad literaria, en estos relatos vemos una pureza difícil de encontrar en el mercado, de una negrura asfixiante. Es de estos libros especiales, de los que se impregnan y recordarás siempre donde lo leíste, porque es como si hubieseis pasado a compartir cierta comunión con ese espacio mancillado, que ha perdido su neutralidad.
En todo caso, Pelea de gallos es mucho más que oscuridad moral. Es un libro genuino y visceral, que cuenta con una gran variedad de recursos narrativos. Además, en los primeros relatos hay tejida una continuidad francamente interesante.
En Pelea de gallos vemos a niñas, chicas y mujeres en una intemperie, que va más allá de lo natural… una intemperie hostil, violenta y sedienta, que emana de los hombres, y, en repetidas ocasiones, de los más cercanos. El primer relato es icónico, pero no por eso el más duro… Dejamos un extracto del mismo para que podáis ver de qué estamos hablando.
Por la noche, gallos gigantes, vampiros, devoraban mis tripas, gritaba y él venía a mi cama y me volvía a decir mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son gallos, carajo.
Después ya no lloraba al ver las tripas calientes del gallo perdedor mezclándose con el polvo. Yo era quien recogía esa bola de plumas y vísceras y la llevaba al contenedor de la basura. Yo les decía: adiós gallito, sé feliz en el cielo donde hay miles de gusanos y campo y maíz y familias que aman a los gallitos. De camino, siempre algún señor gallero me daba un caramelo o una moneda por tocarme o besarme o tocarlo y besarlo. Tenía miedo de que, si se lo decía a papá, volviera a llamarme mujercita.
–Ya, no seas tan mujercita. Son galleros, carajo.
Una noche, a un gallo le explotó la barriga mientras lo llevaba en mis brazos como a una muñeca y descubrí que a esos señores tan machos que gritaban y azuzaban para que un gallo abriera en canal a otro, les daba asco la caca y la sangre y las vísceras del gallo muerto. Así que me llenaba las manos, las rodillas y la cara con esa mezcla y ya no me jodían con besos ni pendejadas.
Le decían a mi papá:
–Tu hija es una monstrua.
Y él respondía que más monstruos eran ellos y después les chocaba los vasitos de licor
Fragmento del relato Subasta, incluído en Pelea de gallos.