Mi colegio, recuerdo, estuvo marcado fundamentalmente por la violencia. Vi la violencia campar a sus anchas entre niños y niñas de edades muy tempranas. Algunos tenían siempre la mirada perdida y me preguntaba qué historia tenían detrás. Esa ira, ese dolor, esa agresividad indómita tenía un germen. Las familias desestructuradas donde se criaban, por así decirlo, a una generación entre las ausencias, las drogas, la furia y la incomprensión.
La historia detrás de esos niños y niñas, medio ausentes, que lidiaban con la violencia familiar es la historia de Vengo de ese miedo, la salvaje recomposición de la historia familiar de Miguel Ángel Oeste, relatando su infancia malagueña, en un entorno doméstico lleno de excesos, violencia y desolación.
Oeste nos introduce en la investigación de su infancia, ya adulto y siendo un hombre recompuesto lleno de ternura y calidez humana, en el infierno de su infancia y adolescencia, con un padre que era el mismísimo demonio y una madre subyugada y adicta a las drogas y la posición dominante de su marido. Pasamos las páginas conociendo el horror y todo un muestrarios de abusos y vejaciones que nos hace preguntarnos cómo un niño pudo sobrevivir a un entorno así.
Desde la podredumbre de su habitación, vemos la descomposición de una familia que nunca fue tal, y comprendemos que la mezcla de la tradición religiosa de una España ultra conservadora y el aperturismo turístico de la costa del sol generó un cóctel tóxico capaz de sacar lo peor de la condición humana.
El relato de Oeste, con una notable esencia poética, es a la vez catarsis y liberación, es justicia y reparación. Su novela, seguramente una de las más importantes del año, cuenta qué ingredientes cercenaron la infancia de muchos niños y niñas que se toparon con la inclemencia de una violencia generacional a la que, como el protagonista, solo hoy podemos enfrentar. Ojalá el tiempo le deje amar en paz.