Mis padres me suelen decir, con razón, que tiendo a juzgarlos con los ojos del presente, como si no hubieran vivido otra época ni arrastraran las inercias de un mundo donde todo era completamente diferente. Así somos los hijos, tantas y tan injustamente exigentes. A veces siento que solo lo comprenderé cuando sea demasiado tarde. De eso va un poco este ensayo, a modo de duelo literario, escrito por Annie Ernaux.
De la muerte de su padre y del intento de radiografiar su vida para comprender lo que les separó y entender así la distancia que se suceden de generación en generación. Ernaux realiza un retrato sincero de su figura paterna despojándose de artimañas narrativas, y dejándonos un texto crudo, desnudo, hecho a retazos, como un collage compuesto de recuerdos unidos por una delicada hebra.
El abismo que separaba a Annie de su padre se articulaba de forma clarividente sobre la condición de clase. Era complicado convencer a aquel señor de que existían otros caminos para la plenitud más allá de trabajar hasta el agotamiento. Cómo hacerlo con un currante que se dejó el alma para ser clase media después de no tener donde caerse muerto. A ese superviviente que la vida enderezó a base de disciplina, esfuerzo y ocultar las penurias, háblale de literatura, de enseñanza, de no trabajar hasta más allá de los diecisiete años.
Sin saberlo, con su esfuerzo, legó a su hija el derecho a soñar y vivir otras vidas para él eran inimaginables. En apenas cien páginas, Ernaux da la impresión de reconciliarse, a su manera, con el recuerdo familiar y nos deja un testimonio de los valores y la visión de la realidad de una generación que superó la guerra y conquistó el nuevo mundo.
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