Buah, chavalas, preparaos para vivir una experiencia que os va a sobrepasar con creces, por mucho que cuente no voy a llegar ni a rascar una ínfima esquina de la vorágine de sensaciones que me ha generado esta novela.
Alana, eres una jefa, no hay otra forma de explicar lo que ayer me hiciste sentir, de verás que no la hay…
Si esto es su debut en la ficción somos unas afortunadas porque nos esperan universos de colores, liturgias de lentejuela y tacón palmero, tejedoras de urdimbres de cuidados maternales para aquellas niñas a las que llamaban mi hombrecito, anécdotas nocturnas donde los hombres dragón se dejan seducir por ninfas de alas plateadas en sótanos que son paraísos repletos de arcángeles.
Alana, querida, que has hecho de San Blas un lugarcito donde reina la esperanza entre tanto desconsuelo, donde hay padres y hermanos que protegen hasta de la boca del lobo, aunque apenas entiendan gran cosa; donde el puchero nos envuelve con fragancias de tarde de domingo y vecinas en bata. El barrio, donde se hace patria con ese sentimiento de clase trabajadora, aunque otros intentasen enterrarlo bajo miles de agujas y caballo.
Alana, quiero quedarme a vivir a tu lado, y que me cuentes despacito los primeros amores, aquellos que escucharon y entendieron que el cuerpo es un caparazón para jugar y que si se quiere entender hay que mirar bien adentro siempre, sempre.
La familia genética y la familia que una elige, esas moiras que cuidan de los hilos plateados, esas madres travestis que lo tuvieron tan difícil y que son capaces de seguir dando amor tras un café con leche en la barra de un antro con olor a tabacazo, enseñando a ser valiente desde unas botas altas en una esquina de desengaño, esas madres eternas que sufrieron la violencia de una dictadura en su piel, deformadas por aceite de motor y, sin embargo, más bellas que nadie, suya es la gloria eterna.
Vais a llorar, si tenéis empatía, o un corazoncito que late a ritmo queer, vais a llorar y mucho.
Hay libros que merecen todas las altas expectativas.